Es imposible no contarlo. Era un día normal entre semana, me disponía a estudiar un tiempo antes de almorzar, por aprovechar el tiempo. Todo transcurría normal, era una mañana tranquila, soleada, las cortinas se balanceaban lentamente con una pequeña brisa que entraba de vez en cuando, que daba un fresco olor a un futuro verano. En un momento de motivación a no estudiar. Me fijé, al fondo de la mesa, cómo brillaba cada dos segundos la luz de notificación del móvil. Había recibido un mensaje. Como mi motivación por no estudiar iba en aumento, estiré el brazo para alcanzar el dispositivo y ver quien me daba la excusa perfecta para no estudiar. Era Dulce. Una gran amiga, una gran compañera de confidencias. Pensaba no contestar, no le di mucha importancia, no podía dedicar mucha atención a otras cosas. Insistió. Abrí los mensajes y empecé a leer.
“Hola enano!!”, “Estás en casa??”, “Es que estoy cerca de tu piso y veo la ventana abierta”, “veeeenga, hazme caso” y “:)” fueron los mensajes. Al verme conectado, seguía insistiendo, por lo que salí por la ventana para comprobar si era verdad. Era ella. Allí estaba, con su maravillosa sonrisa, vociferando cosas malsonantes y obscenas para que le dejara entrar y callarse de una vez por todas. Mi motivación iba en aumento: que le den a los estudios.
-¿Me dejas subir o estás ocupado?
-Sube y cállate ya. Van a pensar los vecinos que estoy más loco de lo que ya piensan.
Comenzó a reír y pronunció “no se puede estar más loco que tú” y se dirigió a la puerta. Entré de nuevo a mi habitación, observé con prisa todo lo que me rodeaba, escondí alguna que otra camiseta, ordené unos libros y coloqué los zapatos en su sitio. Me asomé al cuarto de baño por si estaba manchado o algo pero el timbre interrumpió la acción y fui a abrirle. Como la puerta era de doble timbre, me dio tiempo a cerrar las otras habitaciones para que no viera algún que otro desorden. Abrí la puerta antes de que tocara, la esperaba y quería que fuera rápida la visita. Lo primero que me dijo fue “impaciente” y, acto seguido, se abrazó a mí. No me dio tiempo a decir nada más y, como era más baja que yo, tampoco lo pude evitar. Era nuestra forma de saludar. Continuamos con las formalidades, dos besos y continué preguntando cómo estaba y qué hacía por mis lares.
-Pasaba por aquí y como he visto la ventana abierta, he decidido venir a verte. ¿Necesito una excusa? – preguntaba de forma retórica, siempre con una sonrisa malvada.
-No es por ofender pero no quiero verte ni en pintura. – Respondí con la misma maldad, tal y como hacía siempre.
-La próxima vez va a venir tu perro a verte. – Contestó de forma soez, con la sonrisa apagada.
-Sabes que no te soporto y te presentas con toda la cara del mundo en mi piso.
La conversación continuó hasta que puse algo de pies y cabeza en la conversación. Decidí pasar de los estudios, a nadie le viene mal una visita. Empezó a contestarme cosas que le preguntaba, me contaba cosas de su vida, ella hacía lo mismo, no podía crear conversación, estaba algo tensa o, por lo menos, es lo que yo creía. Le comenté que estaba rara, si había pasado algo. Me dijo rápidamente que no. Le pregunté por su novio, el cuál era gran amigo mío pero a ella le conocía mucho antes. No destacó mucho, quiso dar los mínimos detalles. Le sonreí, le decía que se le llenaba la boca de babas cuando hablaba de él. Me pegó una de esas típicas bofetadas en el hombro, señal de que era verdad lo que yo decía. Pero, en un instante, cambió todo. Su felicidad, su sonrisa se apagó, dijo que quería contarme algo. Y empezó a hablar. No le perdí escucha a lo que tenía que decir. Pero allí estaba ella, sentada en mi cama, contando trivialidades, dudas y miedos, abriéndose a mi como siempre, con el mayor grado de confianza. Dulce confiaba en mí y en muy pocas personas de su vida. Había tenido muy malas experiencias con algunas amistades, por lo que cerró su círculo de confianza, en donde yo era el centro, palabras suyas, no mías. Entendía las cosas que me decía, era los típicos problemas de adolescentes, de pensamientos dañinos que no tenían sentido. Me levanté de la silla del ordenador y me senté a su lado en la cama, estaba angustiada, casi a punto de llorar. Le cogí de la mano para darle confianza, seguridad y empecé a darle mi opinión, a decir todo lo que necesitaba escuchar y ofrecerle soluciones bastantes certeras. Su sonrisa se recuperó poco a poco, era maravillosa cuando sonreía, daba brillo a cualquier momento o situación. Se abrazó a mí y me dijo lentamente “gracias por escucharme.” No pude ocultar mi sonrisa tampoco, me alegré cuando recuperó su felicidad. Se levantó de la cama, empezó a moverse por el cuarto a cotillear mis cosas. Yo me tumbé en la cama, mientras seguíamos hablando, riendo y diciendo tonterías. Ella miraba las fotos de la pared, continuaba por los apuntes, los libros de lectura y mis estanterías. No me molestaba, tenía toda mi confianza. Se apoyó en el escritorio cuando me vió levantarme. Empecé a mirarla mientras que ella se miraba las uñas y seguía hablando. Era un fruto prohibido. Para mí y para muchos. Nunca le llegué a ver como alguna compañera más allá de la amistad. Era muy especial y necesaria en mi vida. Comencé a hacer garabatos en un papel, a escribir palabras aleatorias de lo que decía. No quitaba nada de atención. Era nuestra forma de hablar. Comenzó a sentirse algo temblorosa, algo nerviosa. Hacía gestos que no tenían sentido en la conversación. Me puse de pie completamente delante de ella y le dije que dejara de preocuparse, que no tenía nada que pensar. Estaba todo dicho y hecho. Levantó la mirada y me miró fijamente a los ojos.
-¿De verdad? ¿Me lo prometes?
–No puedo prometer algo que no puedo hacer yo pero si te prometo que todo puede salir bien y que no te preocupes más, estoy yo aquí para lo que haga falta. Si quieres charlar o algo, estoy aquí y lo sabes.
-Sí, lo sé. No se me olvida. – esbozó una sonrisa.
-Entonces, ¿me prometes dejar el tema? – dije con voz de autoritario. ¿Dejarás todo enterrado?
No dijo nada, sólo asintió con la cabeza. No quería que decayera esa sonrisa por lo que me lancé a su cara y le comencé a dar varios besos seguidos, diciéndole que no tenía nada por lo que no sonreír, por lo que no alegrar al mundo. Me cruzó los brazos por el cuello y me permitió levantarme algo, lo suficiente como para ver su cara. Unos ojos brillosos comenzaron a mirarme fijamente, sin posibilidad de impedirlo.
-Eres muy grande… No sé cómo pude tener tanta suerte de conocerte.
Parecía que la conversación se iba a quedar ahí. Yo sonreí, algo nervioso, me gustaba ese cumplido. Pero algo pasó, un simple beso en la boca se soltó entre nosotros, como si se hubiera hecho antes, como si fuera otra de nuestras costumbres. Fue algo especial, cercano. Apartamos nuestras vistas pero seguía con sus manos cruzando mi cuello. No quería que me alejara. Seguíamos hablando, normalmente y un segundo beso comenzó. Era algo raro, espontáneo, inesperado pero no decíamos nada respecto al tema. Era una situación muy extraña. Desde el instante del primer beso, nuestras miradas no se habían cruzado. Hasta que se cruzaron después de retornar la conversación que ya perdí hace un minuto. Ahí estábamos, ella apoyada en el escritorio, mirándome fijamente, cruzando los brazos sin poder soltarme o apartarme; yo, sin parpadear una sola vez, apoyando los dos brazos en el filo de la mesa, sin poder cambiarlos o moverlos, nuestras sonrisas estaban en modo neutro, disfrutando del momento, sin mostrar ningún sentimiento. Sólo nos faltó un pestañeo para llegar a donde creíamos que iba ser el mejor lugar, el mejor sentimiento. Un leve gesto y sabíamos que era lo que queríamos, yo me lancé a sus labios, ella me forzaba a estar cada vez más cerca en cuanto iba. Nuestros labios chocaron, dando una pequeña fuerza al momento, una especie de alivio, en un momento sentido y amado por tantos años, en los que nunca pensamos pero sabíamos que estábamos más seguros que en cualquier rincón del planeta que se pudiera visitar, imaginar o disfrutar. Estábamos cálidos, profundos, sentíamos los besos tímidos, besos que no estábamos acostumbrados a darnos. Nuestras lenguas se encontraban tímidamente, no llegaron a tocarse, sólo leves roces, sentimientos y pulsos de sensaciones aliviadoras. Después de un rato de besos cortos, cálidos y mojados, acabó en uno muy lento, tranquilo, enamorable. Nos apartamos un poco, respiramos y sonreímos.
– No había llegado por casualidad aquí. ¿Sabes? – quiso expresarme antes de contarme toda la verdad.
– ¿Y a qué se debe tu visita? Aunque no me interese lo más mínimo.
– Si alguien se enterase, puede que me matara. Necesitaba venir. Algo me dijo que tenía que saber qué eras o podías llegar a ser antes de llegar a algún otro punto en el que no pudiera dar marcha atrás.
– ¿Te refieres a…? – me calló asintiendo.
– Sí, creo que puede llegar más allá de una simple relación, que puede que llegue a algún puerto y que jamás llegara a probar tus labios, aunque sólo fuera una vez en la vida.
– Es algo que nunca nos habíamos planteado, algo que nunca se nos pasó por la cabeza y habíamos mostrado. ¿Será todo igual a partir de ahora?
– Ese es el problema… No lo sé. Quiero que todo siga igual que ahora pero sé que lo estropearé, que algo me cambiará y que nunca habrá un momento como éste o como otros, tal y como los hemos vivido.
– Entiendo. Nunca pude pensar estas cosas tan fácilmente, sobre todo como a ti de epicentro. Es algo raro pero, a la vez, necesario. Puede que nunca vuelva a pasar. Me alegra que haya pasado. ¿Pero y si se entera…?
– Ese es el tema, respecto a mi visita y a este momento, yo estoy con un grupo de trabajo y después a mi entrenamiento en la piscina, así que… solo tú y yo podemos saberlo. Si tú no lo dices, no habrá problema. Y yo no lo confesaré, sólo lo recordaré todo lo que pueda y sonreiré. Será nuestro mejor secreto.
– Entonces… durante unas horas no existe este momento, no existe nosotros, no existe ninguna palabra, no existe ningún roce, ni un momento de locura que pueda ocurrir. No existe ni un pensamiento, sentimiento o palabra. Pero en realidad, sí.
– Sí. ¿Crees que…?
No le dejé terminar. Sé qué quería decir, que si lo veía bien, que si era correcto lo que queríamos hacer. Nunca me lo planteé, ni lo haría, no lo haré. Ocurrió lo que hice, lo que actué y lo que, en ese momento, quisimos los dos. Le callé con un beso. Beso tras beso. Mientras que ella me apretaba cada vez más y se subió algo a la mesa para poder sentir todo, sin tener que pensar en su propio equilibrio. Beso tras beso, aumentaba la fuerza, el sentimiento, el calor. El momento iba en aumento, no podíamos parar pero tampoco sabíamos avanzar. No queríamos dejar de besarnos, no quisimos desprendernos el uno del otro. Queríamos estar así siempre. No puede evitarlo. Le levanté de la mesa, sin apartar nuestros labios. Me mantuve de pie, sin dejar que pudiera moverse, ahora era mía, sus brazos apoyados en mi pecho, no dejaba que pudiera moverse. Ese momento era nuestro. ¿Pensé que sería el momento para soñar cualquier momento que sería el primer y último nosotros? Sí.
Le cogí de la mano, anduve de espaldas a la cama y me senté contra la pared, con los pies cruzados y le pedí que se sentara de lado. La tenía en mis brazos, no se podía escapar de mí y yo no podía huir de ella. Giré mi cabeza hacía donde estaba ella, sonriendo, mordiéndose el labio. No pude parar. La sostenía en el aire, ella se iba perdía entre mis brazos. Cada vez se tumbaba más y yo la agarraba fuerte, ya sea con los labios o con la mano en su espalda. Ella tenía su mano derecha sujetando levemente mi cara, acariciando con un pulso tranquilo, relajante, dando una leve sensación de calidez y su brazo izquierdo se deslizó a través de mi espalda, colándose por debajo de mi camisa, lo que provocó un pequeño escalofrío que recorrió por todo mi cuerpo. Mis brazo no podían quedarse quietos, aparte de agarrarla con mi brazo derecho podía extender el brazo hasta su pelo liso, sintiendo y acariciando con un toque pluma. Mi brazo libre agarraba su barbilla, como si fuera a perderse en mis labios pero no podía estarme quieto. Quería recorrerla de principio a fin. Y con dos simples dedos, cambié el gesto y rocé lentamente su faz, pasando por debajo de su barbilla y recorriendo su cuello. Salté a sus piernas, descubiertas por los shorts que llevaba puestos… Comencé a subir y bajar lentamente por sus piernas, sintiendo la longitud y la suavidad que tenía en ese momento. Podía sentir cómo los dos teníamos el vello erizado, nos gustaba las sensaciones que sentíamos, que disfrutábamos. Era algo especialmente sensacional, a flor de piel, sintiendo poco a poco lo que hemos estado evitando siempre. Pasé mi mano por debajo de sus piernas para recorrer también por debajo. Noté un pequeño salto en sus piernas, era la marca de la mesa, la recorría una y otra vez, estaba muy cerca de su trasero, sólo de pensarlo me ponía nervioso, la recorría sin parar, lento, suave y se notaba en su respiración. Ella se aferró con su mano libre a mi cuello, quería más, queríamos más, queríamos saber a donde llegar, a donde sentir, a donde disfrutar. Los besos no cesaban, uno tras otro, nuestras lenguas poco a poco se encontraban, nuestros dientes estaban ansiosos de carne, tanto que nos mordíamos el uno a otro, algo fuerte, algo pasional, algo que hacía sentir fuerte. Nuestras miradas se encontraban, eran serias, fortuitas y con una pasión incontrolable.
Estábamos juntos, sin nada que nos diera un punto de evitar lo que pudiera pasar. Ella y yo, juntos, besándonos, acariciándonos, sin miedo a poder hacernos daños. Era una burbuja temporal, capaz de crear las mejores historias jamás contadas en aquel cuarto de 3×2 metros. Nos tumbamos y empezamos a abrazarnos y a acariciarnos.
Era único aquel momento. Estuvimos un tiempo así, sin que nos importara algo el tiempo o espacio, ella tuvo hasta un golpe de sueño. Cuando regresé del cuarto de baño, estaba allí, sentada en la cama, sonriendo, ladeando la cabeza. Me senté cerca de ella y empecé a besarle el cuello, ella empezó a acariciarme la pierna.
Pero llegó lo que no queríamos. Esa burbuja que creamos se destrozó. Comenzó a sonar su móvil. Era un tono predefinido. Sabía quién era…
– Creo que esa es la campana de volver a la vida. – Dijo ella, con los ojos brillosos.
– Hemos parado el tiempo lo suficiente para saber qué sentimos, qué pensamos pero no para continuar en el camino. No entiendo nada de esto.
– Lo sé… pero no podemos conseguir nada de esto. Es un bonito recuerdo y es un hueco que nos quedará siempre aquí.
Me puso la mano en el corazón. Me besó por última vez. No hablamos nada. Era algo muy frio. Algo muy siniestro. Ella seguía cotilleando por mi cuarto, viendo mis cosas, como haciendo una imagen mental del momento. Era una despedida. Se veía desde lejos, creo que nunca más podría verla. Me miró, empezó a llorar.
– Quiero que sepas que eres una de las cosas más importantes que me han pasado en la vida y he hecho esto porque lo necesitaba. Era algo que necesitaba sentir, aunque sólo fuera una vez en la vida. Muchas gracias por haber sido tan maravilloso conmigo.
No pude mediar palabra. Era algo muy escalofriante. Ella se abrazó a mí y yo le correspondí, apretando cada vez más fuerte. El móvil comenzó a sonar de nuevo. Era puñalada tras puñalada. Cómo una cosa tan buena podía hacernos tanto daño. Nos separamos y nos dimos dos besos en la cara. Salimos de mi habitación y le abrí la puerta. Ella se despidió con su genial “te quiero, enano, ya nos veremos”. No pude evitar cogerla del brazo y lanzarla hacía mí. Me fui directo a su boca y terminé besándola, no hizo aspavientos de no quererlo.
– Siempre estaré aquí. Lo sabes.
Ella sonrió y me acarició la cara. Se dio la vuelta y continúo bajando por las escaleras. Cerré la puerta y no pensé más en ese día. Me senté en la oscuridad de mi habitación y me quedé las horas muertas pensando si había ocurrido de verdad. Lo que yo no sé es que ella se quedó allí, en mi ventana, sentada, llorando durante unos minutos. Sin querer apartarse de mi vida. Pero en la vida, hay situaciones que nos obliga a separarnos. Nunca sabremos lo que podríamos llegado a ser pero tampoco nunca destrozamos lo que fuimos.