Tengo miedo a escribir. No por ningún motivo, sólo que tengo miedo. No tengo miedo a decir algo que no sienta, algo que no se debe saber. Sólo tengo miedo a escribir con esta sensación. Nunca lo he hecho, siempre he escrito cuando estaba en diferentes situaciones, por eso escribía bien. Pero creo que debo, creo que tengo ganas de hablar con alguien. O, pensándolo mejor, puede que tenga miedo a volver a escribir después de tanto tiempo. Ni siquiera me acuerdo cuando fue la última vez. Es lo bueno de la vida, el miedo hace ganas por querer vivirla. Y me duele la cabeza, los nervios me atacan el estómago y vivo entumecido. Quizás me esté volviendo loco, aunque dicen que hablar solo estimula y mejora la concentración o solución del problema. ¿Problema? Ja. Dulce.
“El último asiento del autobús. Nunca me siento allí, nunca. Si no es por fuerza mayor. Allí estaba, como siempre en un autobús, esperando llegar al destino. Mirando por la ventana, donde miles de caminos se formaban con la lluvia intensa. Pasaban las paradas, la gente subía y bajaba. Supongo que me dirigía a casa, suponer es de adivinos. Me percaté que habíamos tomado un desvío… Suerte la mía, no me lo podía creer. La luz que desprendía el móvil producía una sensación cálida, más que el aire acondicionado del bus. Las palabras que saltaban en la pantalla cada vez que vibraba eran como cada trozo de leña al fuego de una chimenea, avivaba mi sonrisa. No podía creer que el destino me dejara perfecto el momento. No tardé en imaginar si la casualidad fuera cierta. Pero esperé allí, al final del autobús, sin buscar que fuera verdad, dejando pasar cualquier cosa. Pero mis palabras querían jugar con tus sonrisas. Frenó el autobús. Reconocí la parada. No podía ser verdad. ‘Ahora mismo te sigo hablando, voy a subir al autobús.’ Déjame despertar de este sueño. Quería esperar, no quería moverme. Me asomé poco a poco para ver si te veía. Puede que las casualidades fueran sólo eso. Entraba cada vez más gente pero no te veía. Bajé de la nube y perdí toda esperanza.
Pero… ¿podía ser? La última persona, hasta el último momento, hasta mi último latido. Asomé por el pasillo, no veía bien… La oscuridad de las nubes no ayudaban, la lluvia no permitía distinguir ni dentro del autobús, la lluvia resonaba para que la visión se distorsionara. Pero querías ayudar. Sin sentarte, de pie y mirando tu móvil, ¿qué buscabas? La luz del móvil se reflejaba en tu cara, en tus gafas y en tu sonrisa, esa que ponías de una posible lectura de ‘¿te imaginas que estemos en el mismo autobús?’. Si, creo que si lo pensaste, fue cuando se apagó la luz. Miraste hacia arriba, aún sin soltar las cosas ni sentarte y miraste a todos lados. No podía creer que me buscabas… No iba a ser el perdedor del tiempo, el que malgastara ese tiempo de estar a tu lado. No lo dude. Grité tu nombre y agité el móvil desde el fondo del autobús. La leve sonrisa te delató. Y te acercaste al fondo del autobús, ese del que no te gustaba sentarte pero esta vez era diferente. ‘¿De verdad eres tú? ¡Qué fuerte!’
Y allí te veía de pie, preparando todo para sentarte y yo a punto de soltar los puntos de costura del asiento de delante mientras que sonreía y veía tu cara de incrédula. Te sentaste y nuestras miradas se cruzaron y ahí empezamos a saludarnos. Con ganas. Los dos besos comunes del saludo se convirtió en nuestra perdición. Nuestras sonrisas se cruzaron por un segundo mientras nos dirigíamos a las mejillas de cada uno. Puede que la oscuridad del día nos ayudara, puede que nuestras ganas por vernos nos perjudicaran o puede que simplemente tenía que pasar. Nuestros labios llegaron a rozarse por la comisura, como si por accidente buscáramos lo que siempre soñábamos… Y lo notamos. Lo sabíamos pero el segundo beso no podía ocurrir, no debía de pasar. Tuve que lanzarme a tus labios. Tu veneno ya recorría mi piel, a pesar de que sólo fue un milímetro de lo que ya ansiaba día y noche. No pude resistirme, lo siento. Y en cuanto noté el corte de tu respiración, llegué a disfrutar el momento, querías que pasara y sólo pude acariciar tu cara mientras que lo hacía.
‘¿Y ya está? ¿Así?’, dijiste después de tomar la respiración y sólo pude contestar ‘ya esperé demasiado’. Por lo que sonreíste y retomaste mis labios. Desaparecí por el cielo nublado pero a tu lado.”
Y lo peor de todo es que era un sueño. De estos que juegan tan bien con tus sentimientos, con tus sentidos que crees que ha sido verdad y preferirías estar muerto antes que despertarte. Pero la vida te llama, la vida necesita que sigas continuando la historia que quiere que vivas. Tú eliges cómo vivirla pero no cuándo vivirla. Pero los nervios se mantienen durante días. Durante todos los minutos del día. ¿Y es que no sabes ya cómo mis nervios me hacen no ser yo y ser lo que te ilumine cada día? No sé lo que haces, no sé lo que hacer y menos sé lo que haré.
Sueño porque mi mente no quiere vivir despierta. Sabe que lo que piense despierto, no puedo hacerlo. Los nervios controlan la realidad, los sueños controlan los verdaderos sentimientos. Y ahora no sé a dónde me dirijo, ahora no sé si buscar tus brazos o tu boca cuando te vea. No sé si debo esconderme entre las sombras o vivir a plena luz del sol. Sólo quiero saber qué miedo es el que me tengo que comer para poder probar tus labios aunque sea una sola vez en mi vida actual, si algún día podré observar cómo me miras y me anulas, espero tu sonrisa y me hundes entre tus fuerzas.
Pero es obvio, ¿quién puede saber todo de unas palabras escritas? Por escrito se malinterpretan muchísimas cosas. Prefiero el poker, me lo juego todo, que sea lo que las cartas decidan.