Siempre me encantó visitar el conservatorio. Desde pequeño, paseaba por allí. No estaba inscrito, no me había presentado a las pruebas. Pero me permitían estar por allí. Los profesores siempre quisieron saber quién era pero se conformaban con mi sonrisa al escuchar alguna pieza o con mi atenta mirada a las manos de los alumnos. No sabían mi nombre. Nunca preguntaron, tampoco lo dije. Paseaba como si fuera mi casa, el hogar de mi imaginación. Hasta que el sueño cambió. El director del centro se dio cuenta de que no era alumno, de que estaba allí entrado a clases sin tener permiso, sin estar pagando matrícula. Y por un instante, pensó que era horrible. Mientras que me arrastraba por los pasillos hasta la salida, yo gritaba y gritaba, suplicaba de que me diera permiso para observar, que jamás molestaría o interrumpiría a los alumnos. Ni mis lágrimas ni mis lamentos fueron suficientes. Tan sólo un grito final revelando mi mayor secreto detuvo sus pasos. Confesé. Sin pensar en nada, ni en las consecuencias. El director se agachó, me miró fijamente y me lo preguntó. No era mentira, había dicho la verdad. Asentí con la cabeza. No podía pronunciar palabra alguna, la presión pudo con mis cuerdas vocales, las miradas de las personas alrededor nuestro se clavaban como frío hielo en mi pecho. Sólo recobré el calor de mi cuerpo cuando escuché la palabra ‘acompáñame’ del director. Me dejó libre para que le siguiera. Limpié mis lágrimas en la manga, me arreglé la ropa y continué sin reparo. Subimos a la última planta, caminando por un pasillo mal iluminado. Se detuvo en frente de una puerta, se volvió a mi y me lo preguntó de nuevo.
-¿Estás seguro?
-Totalmente. – respondí con una seriedad de adulto que no se podía ver en un chico de mi edad.
Ahí fue cuando supe que mi vida cambiaría. El director abrió la cerradura, quitó la llave de la argolla y me la entregó.
-Si estás dispuesto a ser alguien libre, si estás dispuesto a sacrificarte; guarda la llave, ven cuando quieras, cuida todo como si fueras tú mismo y siempre cierra antes de irte.
El director se marchó escaleras abajo. Mi corazón estaba acelerado, no sabía lo que podía haber detrás de esa puerta. Con mano temblorosa, me acerqué al picaporte. Giré y abrí lentamente. Era una especie de auditorio minúsculo. Había butacas algo polvorientas, papeles por todo el suelo. Fui directamente al escenario porque tenía una especie de ventanales a lo largo de él y las cortinas estaban echadas. Cuando empecé a abrirlas, el polvo me empezó a ahogar pero continué, con los ojos casi cerrados hasta terminar de abrir todo. La luz descubrió todo el auditorio y, con ello, algo tapado con una especie de sábana. Tiré con todas mis fuerzas, pero sólo iba poco a poco. Tiraba y tiraba pero no podía. De repente, la sábana empezó a caerse completamente y yo detrás de ella. Cuando me quité la sábana de encima, vi lo que había debajo. Era un piano de cola negro, maltratado por el polvo de posibles meses de abandono o, quizás, quien sabe si fueran años. Saqué el asiento de debajo y me senté delante de él. No llegué a abrirlo. No quise hasta que todo estuviera perfecto. Escribí con el dedo la palabra ‘sueño’ en el polvo que yacía sobre la tapa protectora. Y ese día, encontré mi pasión. Sin saber nada, sin saber cómo podía tocar. Sin tener lecciones de nada.
Al día siguiente, volví con otro motivo: cuidar mi regalo. Cogí de casa trapos para limpiar mi pequeño rincón. Limpié el piano, aireé el auditorio e intenté arreglar todas las cajas que había. Una de las cajas se rompió y se desprendió todo su contenido por el suelo. Al fijarme en lo que se había caído, me di cuenta de que eran libros para piano. Había partituras, libros de enseñanza. Había lo que necesitaba. Los ordené y coloqué cerca del piano, no podía distraerme en mi tarea actual. Acabé completamente sucio de tanto limpiar pero estaba todo perfecto para el próximo día que viniera. Al salir ese día, me encontré con el director. Se veía contento al ver el cambio del auditorio. Me dijo que no creía que fuera a volver más, por eso, subió a comprobar si la puerta estaba cerrada. Su mirada cambió. Se mostró una leve sonrisa. Y sólo se dio la vuelta y, bajando las escaleras, dijo que el piano estaría afinado y listo para la próxima vez que viniera. Y ese día, cerré la puerta.
Mi aprendizaje fue lento, doloroso… pero increíble. Todo lo que quería era aprender y lo estaba haciendo. Aunque hubiera sol, aunque lloviera con fuerza, allí estaba yo. Todos los días de la semana, incluso sábados enteros. Practicando día a día. Meses que pasaban como segundos, disfrutando de cada nota que aprendía, de cada partitura que comprendía, de cada momento vivido sin pedir nada a cambio. Sólo yo ante mi adicción. Hasta que…
Hasta que llegaste tú. Nunca llegué a escuchar tus pasos hasta que te acercaste. Nunca mi corazón latió tan fuerte de escuchar tu simple ‘hola’. Nunca me quedé tan bloqueado en mi vida.
ELLA: -¿Necesitas ayuda?
ÉL: -¿Qué?
ELLA: -Veo que no te sale porque estás equivocado en algunas notas. Yo podría ayudarte.
ÉL: -¿Có… có… cómo has llegado a aquí?
ELLA: -Por la puerta. ¿No te han enseñado que siempre hay que cerrar la puerta completamente?
ÉL: -Oh… No me dí cuenta de haberla dejado abierta… Perdón.
ELLA: -No pasa nada. Entonces… ¿Quieres que te ayude?
ÉL: -Por favor.
Te sentaste a mi lado, cogiste mis manos y me pusiste en posición. Tus manos frías me dieron confianza, algo que nunca tuve frecuentemente en mi vida. Empecé a tocar, tú sonreías a cada tecla que tocaba. Corregías mis errores y, aunque fuera persistente, tú no paraste de ayudarme. Empezaste a conocerme, a preguntarme cosas mientras que me ayudabas, querías saber por qué estaba aquí, sin profesores, sin ayuda. Sólo le dije que quería aprender. Y ella me contestó que le gustaría enseñar. Casi todos los días, ella venía a descansar a mi sitio, a ayudarme, a escucharme. A veces, sólo venías a mirar por la ventana mientras cerrabas los ojos. Mientras que yo tocaba sin mirar, sin quitarte ojo. Y a veces, me equivocaba pero rectificaba rápidamente.
Un día llegamos a saber los dos, a no tener que depender. Ya sabíamos todo, ahora teníamos todo el tiempo para disfrutar. Tocábamos día tras día. Aprendíamos canciones que eran sus tareas. Ella hacía la parte aguda y yo la parte grave. Nos sentábamos juntos, sin apenas espacio. Pero no nos importaba. A veces, dejabas que tocara mientras te echabas a mi hombro. Te acompañaba con la cabeza sin dejar de tocar. Allí fue cuando me di cuenta de que eras parte de mi vida. Que podíamos vivir una gran sinfonía al piano. Que nos turnábamos para jugar entre notas. Que descansábamos a los pies del piano, sin perdernos de vista. Mirándonos fijamente a los ojos, acariciando tu faz, apartándote ese mechón que tapaba, a veces, tu linda cara. Y las horas desaparecían sin arrepentirse.
Pero llegó el día, quise componer mi primera obra. Me sentaba frustrado, quería hacerlo. Sabía que podía. Que había hecho miles de pequeñas composiciones, que no me iba a suponer un gran esfuerzo poder sacar algo adelante. Pero no pude. No fui capaz. Sólo te esperé. Pero no llegaste ese día. Ni al siguiente. Ni en toda la semana. Volvía día tras día, a intentar a escribir algo. Pero no podía. Hasta que desistí. Sólo iba a pasar el tiempo allí. Sentado en las butacas, dibujando, leyendo libros. Mirando por las ventanas. Intentando escuchar los sonidos del conservatorio. O, quien sabe, tus pasos volviendo.
Volviste. Pero llegaste para irte. Por fin, el momento que estaba esperando fue el momento que no quise vivir porque no sabía que podía llegar. Me hablaste. Me decías cosas maravillosas pero nunca llegué a captar ninguna… Sólo te veía a ti, envuelta en lágrimas, abrazándote a ti misma y no siendo yo el que lo hiciera. Me dijiste adiós, me besaste la mejilla y te fuiste… cerrando la puerta completamente. Y a mi, se me paró el corazón. Sólo tuve fuerzas para volver al piano. A mi sitio. Sin ocupar nada de tu hueco. Y empecé a llorar.
Y lo recuerdo como si fuera ayer. Porque después de tantos años, vuelvo a llorar recordando de que eras mi musa, de que eras la parte complementaria al piano. Eras la parte que siempre quise que estuviera allí pero no pude mantener. Y ahora, toco la melodía que llegué a escribir entre lágrimas, cada vez más fuerte. Sin cerrar la puerta. Quería que escucharas mis llantos en forma de notas. Quería que subieras de nuevo a corregirme. Quería que volvieras a mi lado, de que tus manos me agarraran y me parara. Pero no lo hicieron.
Tocaba y lloraba, no paré de tocar. La gente empezaba a subir y a entrar en el auditorio. La melodía los atraía como el aroma de rosas en un campo virgen. Murmuraban sobre el tema, todo el mundo escuchaba atónito cómo el tema se introducía en sus cabezas. Intentaban saber quién era yo, que de dónde había sacado tal melodía cautivadora. El por qué de mis lágrimas. Y cuando acabé… me dí cuenta de que todo el auditorio estaba lleno. Y cuando les miré, sólo quedaron aplausos y miradas. Y a mi no me quedó nada… porque no te encontraba. El director apareció entre la gente. Se acercó a mi y me susurró al oído:
Lo conseguiste. Llegaste con un pensamiento y vas a salir con un sueño. Ahora sí sabes lo que es, ahora sí sabes lo que quieres ser. Ahora sabes hablar con el corazón. Este no es tu fin. Es el principio de tu vida.