De encendedores y cerillas.

Calado hasta los huesos, la lluvia te sorprende en tu camino de regreso a casa. Entras, intentas no mojar nada. Con cuidado de no mojar nada más, dejas tu chaqueta en el respaldo de la silla de la mesa del salón. Pasas a tu habitación, te cambias y coges una pequeña toalla para el pelo. Te vistes de forma cómoda. Andas hasta el salón y te sientas a la mesa, en la única silla que hay. Con la toalla en la cabeza, alzas la mano. Consigues alcanzar el pequeño hilo accionador de la luz colgante. La casa se completa de oscuridad por todos lados menos la mesa en la que te encuentras. Te tumbas sobre la mesa, pensante, preocupado, sin saber qué tener en tu cabeza. Te incorporas de nuevo a la silla. Notas la chaqueta algo húmeda. Buscas por los bolsillos. Sacas una caja de cerillas y un encendedor, cada uno en una mano. Los dejas encima de la mesa, de forma estratégica, de pie. Y observas.

Las cerillas, frágiles, útiles, con cuerpo, guardadas juntas y sin perder ni un milímetro de espacio. Formadas completamente de la misma forma, del mismo material. Duras para separarse e, incluso, ejercer un poco de fuerza para poder desprenderla de la caja. Coges una. La miras. Simple, sin complejidad a la hora de buscar su mecanismo. La caja, utilidad nula salvo por su zona áspera. La cerilla está ahí siempre, no es un peligro, no produce daños. Puedes perder la caja, no te importará. Pero necesitaras una caja. La cerilla, inerte, no sabe nada, hasta que se le acerca a la zona áspera y prende. Cobra vida, vive intensamente y se consume lentamente. Se destroza y vive todo lo que puede. Y ahí acaba su vida. Carbonizada, posiblemente quebrada. Sin poder recuperar su función inicial.

El encendedor, duro por fuera, blando por dentro, puede producir visibilidad durante mucho tiempo, sirve para su función y está siempre a la espera de ello. Sus partes se pueden gastar pero son intercambiables y recuperables, no teme a nada, salvo a ser lanzado. Espera, tranquilo, hasta que ve que sea útil, hasta que se sienta necesitado. Y cuando es necesario, sólo tienes que hacer rodar su piedra, causar la pequeña chispa que necesita para estar vivo pero, cuidado, hay que apretar la llave, la fuerza interior que tiene, el alma que hace que funcione. Y tiene un alma especial, algo que hace vivir, la llama que produce no se consume, suave, baila al compás del aliento o de la corriente cercana.

No sabes por qué tienes estos objetos en la chaqueta, no fumas. Los coges y los pones en un pequeño cuenco central. Apagas la luz. Lanzas la toalla a la cuerda de tender. Y recorres el camino a tu cama, con la poca visibilidad que ello tiene, con la fuerza de la Luna alumbrando por los pequeños huecos de la ventana. Te tumbas boca abajo y dejas que pasen las cosas.

Puedes decir que una persona desvaría, que no puedes ver algo en objetos. Pero y si te dijera que esos objetos inertes son tipos de personas. ¿Qué pensarías? Y si te diera sólo una idea para reflexionar, por ejemplo, ¿qué pasaría si la cerilla y el encendedor se encontraran?, ¿qué me dirías?